EL EXCREMENTO DEL DIABLO (1)
Hace unos años me traje de un viaje a Lanzarote
una piedra negra –no es otra cosa que lava volcánica de la isla—, cuya forma y
apariencia recordaba un excremento humano. Un amigo que conoce muy bien mis
aficiones a fantasear sobre cualquier cosa traída de los viajes, en cuanto vio
la piedra de Lanzarote, me ganó en fantasía diciéndome: “Aquí tienes un buen
motivo para escribir una bonita historia. Y hasta me atrevo a darte un título
sugerente: La mierda del diablo”. Ambos nos echamos a reír ante la ocurrencia y
ahí quedó la cosa. La piedra volcánica pasó a ocupar un rincón del jardín y allí
permaneció mucho tiempo, bajo los calores rigurosos de los veranos, la caída de hojas de los
otoños y las lluvias torrenciales de los inviernos y primaveras. Hasta hoy, un día
de calor sofocante de agosto de 2012, a pocas horas de huir de nuevo a Tossa de Mar en
busca de algún alivio climático, en el que fijo otra vez mis ojos en la citada piedra
negra. Y entonces el título que me ofreció antaño mi amigo empieza a tomar cuerpo en el relato
que viene a continuación, aunque en vez de “mierda” prefiero escribir (ser algo más fino no cuesta nada) “excremento”. De cualquier modo, el relato no deja de ser un
pasatiempo de verano y si al lector le entretiene, la diversión habrá sido
doble.
A una legua del pueblo de mis padres
quedaba medio en pie lo que la gente del lugar llamaba el Templo Viejo, y la segunda
o tercera vez que fui a visitarlos me dejé caer por allí. Lo que se ofreció a
mis ojos sólo era un montón de escombros donde aparecerían desperdigados aquí y
allá pilares sueltos, troncos de columnas, restos de muros, pedazos de arcos y
cosas así. El silencio era casi total y sólo se oían de vez en cuando los
graznidos de unos cuervos que, al parecer, se encontraban a sus anchas entre
aquellas ruinas. En un momento dado me detuve ante lo que juzgué un trozo de
pila bautismal para contemplar el relieve que se adivinaba en él. Entonces oí
unas voces humanas. Rápidamente me escondí tras un montón de escombros y esperé
a que sucedieran los acontecimientos. Las voces pertenecían a dos hombres que
hablaban sobre objetos de arte, retablos, girolas y cosas así. Al llegar a la
altura de mi escondite, uno de ellos dijo algo sobre una piedra negra que llevaban
consigo y que debían dejar en un sitio determinado del templo para evitar que
las malas influencias cayeran sobre ellos. Asomando con sumo cuidado la nariz,
vi que llevaban sendas mochilas y uno de ellos sacaba de la suya lo que me
pareció, desde mi observatorio, un excremento negro fosilizado, si es que los
excrementos pueden fosilizarse, mientras su acompañante, consultando
alternativamente una especie de plano y el lugar donde se encontraban, le
señaló precisamente el trozo de pila bautismal que yo acababa de examinar
mientras le pedía que dejara sobre él la piedra negra. Así lo hizo su compañero
y luego abandonaron las ruinas tomando el camino del pueblo. Cuando me quedé a
solas me acerqué a la pila bautismal y, como yo nunca he tenido supersticiones
de ninguna clase, cogí la piedra y me la
metí en el bolsillo. Noté, eso sí debo reconocer, que despedía un calor
especial y pesaba más de lo esperado para su tamaño. Pero entonces no le di más
importancia. Di por terminada mi visita a las ruinas y tomé también el camino
del pueblo de mis padres. El día iba cayendo poco a poco y el paseo de vuelta
prometía ser agradable y reposado.
Pero qué va. De reposado nada. Pues no
había hecho más que dar una docena de pasos cuando noté que dentro de mí había
hecho aparición otra personalidad más vigorosa, más decidida y, desde luego,
mucho más inteligente que la mía. Y sin poderlo remediar vi que mi cuerpo
empezaba a hacer cosas que le ordenaba imperiosamente la inteligencia superior
que habitaba en él. Según la primera orden, debía regresar a las ruinas para
buscar un libro que estaba oculto entre los fragmentos de lo que había sido un
sarcófago. Envuelto en una especie de cuero, el libro se conservaba en perfecto
estado; se titulaba FÓRMULAS PARA VOLAR y su autor era un tal Benzessi Yurtha. Iba
a esbozar una sonrisa irónica, pero la inteligencia que me dominaba la convirtió
bruscamente en una mueca de seriedad. Busqué, a instancias suyas, el tercer
capítulo y leí la tercera fórmula. Ipso facto me vi sobrevolando el pueblo
donde habían nacido mis padres y pronto pasé por una colina de casas blancas,
un río y un extenso pinar. Después empecé a descender y aterricé en el patio
trasero de una casa grande que tenía varias chimeneas y un jardín de espesos
evónimos en la parte delantera.
Sólo se oían los cantos de los pájaros y
el zumbido de un avión que dejaba en lo más alto del cielo una estrecha estela
blanca que se iba agrandando a medida que el aparato se alejaba. Subí los
escalones que me separaban de la puerta trasera de la vivienda y accedí a su
interior sin que la hoja de madera me ofreciera la menor resistencia. Por el
móvil llamé a mis padres para que no se intranquilizaran por mi tardanza
diciéndoles que me había encontrado inesperadamente con un amigo y me había ido
con él a la vecina ciudad de Tordesillas a pasar unos días. Luego eché una
ojeada a la casa adonde acababa de llegar. Enseguida supe, según me hizo
comprender la inteligencia superior, que debía permanecer allí tres días y tres
noches para purificarme o algo por el estilo, durante la última de las cuales
oí unas voces que procedían del cuarto contiguo al dormitorio. Acudí al
instante y nada más dar la luz, descubrí que de una pequeña estatua de mujer de
bronce que reposaba en un ángulo del escritorio había saltado al suelo uno de sus
ojos convertido en rana, la cual, dando pequeños saltos, desapareció por la
ventana. Giré la cabeza hacia donde estaba la estatua de bronce y vi que sus
labios se entreabrían para decirme que, si la besaba en el hueco del ojo
convertido en rana, siempre tendría de mi parte al amor. Lo hice y regresé a la
cama. Allí me esperaba, para mi sorpresa, la mujer que había sustituido el
bronce por suave y tentadora carne. Contar lo que mi cuerpo vivió aquella noche
sería una falta de delicadeza por mi parte. A la mañana siguiente las dos
mujeres, la de bronce y la de carne, habían desparecido.
Y yo hice lo mismo en cuanto desayuné
obligado por la inteligencia que guiaba mis pasos, la cual me acababa de
ordenar seguir el rastro de los dos hombres de las ruinas del templo y
recuperar un medallón que habían robado de una ermita de Mora del Duero. Al
poco tiempo me vi tomando un tren dirección a Semure, donde debía hospedarme en
una posada de la calle de San Ildefonso.
Al llegar a Semure, me dirigí a la
posada. Era la hora de comer y nada más pasar la puerta, la dueña, una mujer
atenta y guapa, me dijo que había llegado a la mejor hora del día. En efecto,
tras asearme en mi habitación, acudí al comedor donde me esperaba humeante un
potaje de bacalao, típico de Semana Santa. Aquellos espléndidos garbanzos,
acompañados de suculentas migas de bacalao, me hicieron olvidar momentáneamente
la misión que me había conducido hasta allí. La inteligencia superior que
ocupaba mi mente me dejó acabar el plato y también el postre, compuesto de unas
aceitadas y un pedazo de rebojo castellano, e incluso respetó mi siesta
acostumbrada, consistente en dar unas cabezaditas sobre un sofá. Pero
transcurrida ésta, me incitó imperiosamente a echarme a la calle en busca de
los dos ladrones del medallón.
Encontré la salida del dédalo de
callejuelas donde se hallaba la posada con suma facilidad, como si yo hubiera
vivido mucho tiempo en Semure. Crucé la calle de San Ildefonso y salí a la de
Ramos Carrión. Al llegar a la plaza de Viriato, enfilé el callejón de
Barandales para desembocar en la plaza de Santa María la Nueva. Aquí busqué la
calle de Carniceros, en algunas de cuyas tabernas entré para preguntar por los
dos hombres. Me dijeron, para mi satisfacción, que efectivamente habían pasado
por allí y tomado su ración de vino, como solían hacer.
La siguiente pesquisa debía hacerla en la
cantina Caridad, situada en la
Costanilla de San Antolín. Nada más ver a la mujer que
regentaba el local, me pareció singular, de buen ver, habladora y divertida. A
aquellas horas de la tarde no había un solo parroquiano en el establecimiento y
me tomé un cortado en el mostrador, a un paso de la belleza de Caridad. Al irle
a pagar, la mujer me dijo que la casa invitaba y añadió, para mi sorpresa, que
sabía a qué había ido a su cantina, y todo ello acompañado de una mirada y una
sonrisa que me adulaban sobremanera. Como vio que estaba muy azorado, cambió de
actitud y me dijo que los dos hombres que andaba buscando eran buenas piezas
haciendo caricias a las mujeres, y, mientras les dedicaba una sarta de
adjetivos nada buenos, abandonó el mostrador para cogerme zalameramente por un
brazo y mirarme con ojos encendidos. Pensé de pronto en las palabras que me
había dicho la estatua de bronce. Caridad cerró la puerta de la cantina y me
llevó a un tabuco que tenía al otro lado de la barra. Fue un rato de locura el
que viví entre sus brazos y mientras, pasado el sofoco, mi sangre recobraba la
serenidad en mis venas, la mujer acentuó su generosa caridad poniéndome al
corriente sobre dónde podía encontrar a aquellas horas a los hombres que andaba
buscando. Antes de despedirnos, me regaló con otro buen abrazo, que me dio
fuerzas para enfrentarme a la aventura que me aguardaba. Coroné la costanilla y
desemboqué en la Plaza
Mayor. Allí consulté la hora en el reloj del Ayuntamiento.
Por lo que indicaban las agujas, deduje que los dos hombres debían de
encontrarse camino de Pinilla. Y hacia allí partí lo más aprisa que me permitía
el cuerpo. Me hubiera gustado que el excremento del diablo que llevaba en el
bolsillo me hubiera ayudado un poco más en mi capacidad ambulatoria, pero
parecía conformarse con ofrecerme lo que hasta ese momento me había ofrecido,
que no era poco, la verdad. Así que descendí por la calle de San Andrés y luego
por la Avenida
de Portugal hasta dar con el Puente de Hierro. El Duero bajaba verde oscuro por
las umbrías aceñas de Pinilla. Mis pesquisas siempre llegaban tarde porque
donde preguntaba por los dos hombres la gente me respondía que acababan de
salir de allí. Aunque era todavía abril, el sol daba de lleno sobre el asfalto
de la carretera y me obligaba a caminar cobijándome en la sombra de los árboles
que bordeaban la ruta. Los dos ladrones debían de estar, pues, en Cabañales, y
hacia allí me encaminé.
Las primeras casas del barrio estaban a
un tiro de piedra. Algunos carros, situados delante de las casas, hablaban de
un mundo que parecía haberse detenido en el tiempo. Los dejé atrás y tras
doblar un par de esquinas, desemboqué en la plazuela de Belén.
En aquel momento ví cómo desaparecían los
dos ladrones en uno de los edificios de la plazuela. Sin más dilación me
encaminé a la casa donde habían entrado. En la puerta, bajo la reja de un
ventanuco, había clavado un letrero de madera que decía:
NEFTALÍ
EL JUDÍO. CURANDERO
Empujé la puerta y me encontré en el
interior de un zaguán ancho, fresco y oscuro, aunque enseguida mis ojos se
acostumbraron a la penumbra y pude percatarme de lo que allí había. En la pared
de la derecha, una puerta y dos en el muro de la izquierda, una más pequeña que
la otra. Agucé el oído y no advertí el más leve rumor procedente de las
estancias que había al otro lado de ellas. Al fondo y a la izquierda descubrí
un marco cubierto por una cortina de chapas, y a la derecha otro hueco, éste
desembarazado de puertas y cortinas, que mostraba el arranque de una escalera.
Me acerqué a la primera puerta y aparté con sumo cuidado para no hacer ruido la
cortina de chapas que la cubría. Se trataba de una pequeña cantarera que tenía
un par de tinajas y dos o tres cántaros, que debían contener agua fresca.
Sólo me quedaba la opción de la escalera
y empecé a subir con sigilo los escalones. No había llegado al descansillo
cuando escuché unas voces que venían de la planta superior. Llegué hasta ella
y, amparado por las sombras del pasillo, presté atención a las voces. Eran tres
las que hablaban. La que me parecía desconocida decía algo de un medallón y de
un acuerdo al que había que llegar lo más pronto posible. Luego preguntó si la
piedra negra había sido depositada en el lugar indicado, y las voces de los
ladrones de joyas artísticas respondieron al unísono que sí. Entonces la
tercera voz dijo algo que me dejó helado:
--¿Y si no es así y alguien más listo que
vosotros se ha hecho con ella y os ha seguido hasta aquí? Porque con vosotros
nunca se sabe.
Los otros dos le recriminaron acremente
que los tomara por imbéciles y añadieron que si no confiaba en ellos, tampoco
ellos confiaban en él, y en ese caso lo mejor era no venderle el medallón, cosa
que harían con otra persona. El otro les respondió con un grito espeluznante. Después
no escuché más palabras. Sólo una seca explosión. Explosión que fue seguida de
una luz verdosa envuelta en humo que salía por la rendija inferior de la
puerta. Casi simultáneamente llegó hasta mí un asfixiante olor a carne quemada.
Un silencio espeso y sagrado como de
templo vacío se extendió por toda la casa. No sabía qué hacer y de pronto la
persuasiva inteligencia que me dominaba me impulsó a avanzar resueltamente
hacia aquella puerta, la empujé y entré en una pequeña estancia que debió de
ser en otro tiempo la cocina de la casa. Disponía de una alacena, de varios
fogones de serrín y vasares de obra. De los dueños de las voces anteriores no
vi ni rastro. Sí reparé en la luz de la ventana del fondo de la cocina y en dos
objetos que reposaban sobre su poyete. Me acerqué para verlos mejor. Uno de
ellos era un librito viejo cuyas hojas se movían sin parar como si la brisa,
que entraba por la ventana abierta, se dedicara a leer a toda prisa el
contenido del libro. El segundo objeto era una redoma también pequeña, de panza
ancha y cuello largo y estrecho, que contenía algo en su interior que brillaba
raramente. Cuando me fijé mejor en el recipiente, la luz se apagó por un lado y
se encendió por el otro alumbrando el librito cuyas hojas no dejaban de volar.
Cogí el libro echarle una ojeada. Presentaba las cubiertas y la mayor parte de
sus hojas atacadas por la muerte amarilla de la humedad y por pececillos de
plata, algunos de los cuales salieron corriendo en cuanto mis manos invadieron
el hogar donde vivían. Intenté descifrar las letras que en otro tiempo habían
formado el título de la cubierta y me fue del todo imposible. Los continuos
roces a que lo habían sometido los otros libros, la madera de los estantes, las
manos y el tiempo, que es de todos el que menos perdona, lo habían borrado casi
por completo. Pero allí estaba la portada que, aunque aparecía manchada con los
típicos lunares amarillos de la humedad, me mostró el título sin más problemas.
Era el siguiente:
VIDA DEL CIEGO ZACARÍAS Y SU LAZARILLO
ESCRITA POR FRAY JUAN DE ORTEGA
GENERAL DE LOS JERÓNIMOS Y OBISPO DE
CHIAPA
Y COMPUESTA A MANO POR EL IMPRESOR
ANTONIO CÉSPEDES LIRIA EN ESCALONA
EL AÑO DE GRACIA DE MDLIII
No había hecho más que concluir la
lectura del título, cuando la luz de la redoma se iluminó toda ella. Entonces
descubrí, pegada a su panza, una etiqueta pequeña que rezaba:
REDOMA DE NEFTALÍ
Impulsado por una idea, cogí la redoma
por el cuello y examiné su contenido. Allí dentro, nadando en una sustancia
gelatinosa de color verde claro, descubrí una especie de hombrecillo encogido
sobre sí mismo, desnudo y con los ojos cerrados. Pero no pude recrearme mucho
en su visión porque en cuestión de segundos la luz de la redoma se apagó, el
recipiente se ladeó, vibró con fuerza inusitada en mi mano y un calor infernal
me obligó a soltar el cuello que mantenía agarrado. Casi sin darme tiempo a
comprender lo que estaba ocurriendo, la redoma salió volando por el hueco de la
ventana y se perdió en el cielo. Me quedé unos segundos clavado en las baldosas
rojas del piso de la cocina sin poder reaccionar. Pero enseguida la ágil
inteligencia que me ocupaba me obligó a inspeccionar el resto de la casa.
Empecé por el desván. La puerta estaba en
el lado opuesto a la cocina al fondo del pasillo desde cuya oscuridad había
podido oír la conversación anterior.
Descorrí el cerrojo y abrí la puerta. Subí los dos o tres escalones que me
separaban del sobrado, cuya altura central permitía apenas la estatura de un
hombre normal, y empecé a examinar su contenido, compuesto de multitud de
cachivaches que, puestos en orden, no habrían cabido en una habitación de
dimensiones corrientes. Muebles desvencijados; juguetes inservibles; cajas con
botellas que tenían el corcho ahogado en su interior y el brillo robado
totalmente por el polvo; docenas de retratos de personas de todas las edades,
desde niños a ancianos, con marcos de
materiales diferentes pero todos con imperfecciones y cristales
cuarteados o inexistentes; ropas, pelucas, torsos, brazos, piernas y cabezas de
muñecas y maniquíes; cucharas y tenedores oxidados pese a estar cubiertos con
servilletas y manteles, estos últimos roídos por los ratones, que por allí
debían de andar a sus anchas...
La poca luz que entraba en el desván lo
hacía por una claraboya, a la que se podía subir por medio de una silla vieja
situada justo debajo. Por curiosidad me subí a la silla y miré por el hueco del
tejado. La vista que podía disfrutarse desde allí era excepcional. Los tejados
vecinos, la iglesia parroquial con su espadaña abierta en dos ojos para
instalar en ellos sendas campanas, la carretera azul que se perdía a lo lejos
en curvas cada vez más cerradas, las huertas a los lados, con sus mil tonos
verdes, y el azul del cielo, limpio y claro. Volví a lo mío, concluyendo que en
el desván no parecía haber nada que me sirviera en mi cometido.
Más suerte tuve en la sala principal. La
habitación disponía de tres balcones, que no abrí para no despertar sospechas
entre los vecinos de las casas colindantes. Lo que sí hice fue encender la
esférica lámpara que colgaba del techo para hacerme una idea de cuanto allí se
encontraba. Al punto llamó mi atención un armario oscuro y oloroso que ocupaba
gran parte de la pared que formaba ángulo con la de los balcones. Fascinado por
el fuerte olor que salía de él, lo abrí y me encontré con tres estantes: el
superior sostenía una fila de dorados membrillos y en los otros dos reposaban
libros de todos los tamaños pero con una nota común: todos, pese a contener
ideas y sentimientos universales y abarcar todos los géneros literarios, habían
sido editados en el año 1944. Con una corazonada que cada vez adquiría mayor
consistencia, abrí los cajones que el armario tenía en su parte inferior.
Pronto me cercioré de que la corazonada tenía sentido. En el primero encontré
una cartera con tres sellos que conmemoraban el milenario de Castilla, cuya
fecha era otra vez el año 1944. El segundo cajón me esperaba con nuevas
sorpresas. En él hallé recortes de periódicos con rostros de escritores y un
rótulo grapado en cada recorte; éstos eran algunos nombres de autores que allí
había: Rufino Blanco, Enrique Diez Canedo, Eugenio de Castro, Giovanni Gentile,
Jean Giraudoux, Max Jacob, Romain Rolland... Y todos llevaban la misma fecha:
1944. Fácilmente deduje que los guarismos de la cifra 1944 debían de tener
alguna relación con lo que andaba buscando, pero seguía sin saber exactamente
qué. Quizá en otro lugar de la casa hallaría la solución del enigma.
Así que pasé a la otra sala, comprobé que
era algo más pequeña que la anterior y
disponía de dos balcones parecidos a los de la otra habitación. Tampoco
esta vez los abrí, sino que a la luz del globo que colgaba del techo, muy
parecido al de la primera habitación, me dispuse a examinar los muebles que
allí había. En primer lugar reparé en una cama grande y alta con chirimbolos
rematando sus cuatro esquinas. Me acerqué y desenrosqué las esferas doradas por
si estuvieran huecas y contuvieran algo en su interior que pudiera ayudarme en
mis pesquisas, pero comprobé en seguida que aquel deseo se había quedado en eso
pues las bolas eran completamente macizas. Así que las volví a colocar en su
sitio. Luego examiné el resto del mobiliario de la sala, más bien escaso, salvo
una especie de arca que descansaba en uno de los rincones. Era un baúl con tapa
en forma de panza y patas en arco. Descubrí que la primera estaba recubierta
con piel de cabra, aunque muy vieja y deteriorada. Ardía en deseos de averiguar
qué se ocultaba allí y sin gran esfuerzo abrí el baúl tirando del cierre. No
pude evitar que brotara de la estropeada piel de cabra que revestía la tapa una
melancólica nubecilla de polvo y un acre olor a cuero. Una vez abierto el
mueble, me incliné para ver mejor su contenido. Aparté la tela roja con que
tropezaron mis ojos y descubrí bajo ella, junto a una torre de fuentes y
platos, una pila de libros. Los liberé de su oculto encierro y me los llevé a
un sitio con más luz para leer sus títulos. Nueva coincidencia: todos contenían
la palabra LIBRO. Me pregunté por qué allí y no en el armario de la otra sala
se hallaban aquellos volúmenes que guardaban esa característica común. Por un
momento pensé que alguien estaba jugando conmigo al ratón y al gato. Pero
impulsado por la intriga y, en especial por la otra inteligencia, me olvidé de
ello y me puse a leer sus títulos y a examinarlos uno por uno, hasta que al
llegar al titulado LIBRO DE LOS MISTERIOS DEL CIELO Y DE LA TIERRA , descubrí que en
ciertas páginas aparecían rodeadas con rojo determinadas palabras y que dichas
páginas respondían a los números 1, 9 y 4, que no eran otros que los que
formaban la fecha de 1944, año en que habían sido editados los libros de los
que ya he hablado. Entonces cogí lápiz y papel y apunté las palabras señaladas,
seguidas de las páginas en que aparecían. Y el resultado fue éste:
MEDINA, 1
DUEÑAS, 9
HUERTO, 14
VENTANA, 19
SEPULCROS, 41
CONDE, 49
MOLINOS, 91
MEDALLÓN, 94
Delante de mí tenía aquellas ocho
palabras que bien podían ser el hilo de Ariadna que me llevara a salir del
laberinto en que me hallaba metido, habida cuenta de que la última palabra
señalada era precisamente MEDALLÓN.
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