Simplificando excesivamente, la
vida satisfactoria para mí puede cifrarse en una buena paella hecha por mi
mujer y luego saboreada en compañía de los nuestros en el porche del jardín y a
salvo de los mosquitos. El sofrito de los inicios (el ajo, el tomate, la
cebolla... con las gambas), el hervor de los mejillones y las almejas en
recipiente aparte, el arroz, el agua de los mejillones y almejas colada, y,
finalmente, cuando el arroz va tomando cuerpo, el añadido del marisco... Todo
ese formulario de la cocina puesto en funcionamiento para que el resultado sea
óptimo. La vida también es así. Hay que ir cocinándola a fuego lento, sin
prisas, con cuidado, durante la infancia y adolescencia (aquí el peligro de que
se eche a estropear todo es constante) para que en la juventud asiente el arroz
y no se pase. Los gustosos añadidos son las agradables circunstancias que
acompañan al persistente aprendizaje (los miedos, las esperanzas, los
problemas, el estudio cabal de unos y otros, la búsqueda atemperada de las
soluciones) de la vida. Y luego, en la madurez, saborear los resultados; mirar
atrás con satisfacción de haber hecho muchas cosas buenas y pocas malas.
Hasta el momento es así, y hoy día de la Merced, a muchos de aquel en que tuve la suerte de conocer a la que sigue siendo la compañera de mi vida, no deseo que cambie nada, que siga habiendo muchas paellas y muchos otoños por estrenar con los más cercanos.
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