LA ESTATUA DE
GRANITO
De las prosas escritas por Bécquer, siempre me llamó
la atención un trabajo que el autor de las Leyendas tituló La mujer de piedra. No sé cuántas veces lo leí cuando era niño.
Creo que llegué a aprenderme de memoria algunos fragmentos. Y hay uno de ellos
que hasta lo llegué a copiar en las tapas de todos mis cuadernos de mi época de
estudiante de Instituto. Ejercía sobre mí una influencia especial, y siempre
que lo leía notaba dentro de mí como un aire ultraterreno en medio del cual se
oía un sonido que parecía la dulce voz de una mujer. Hasta me sirvió de
talismán en múltiples ocasiones como en aquella que me libró de los mamporros
que prometía darme un chaval del barrio vecino y en la que, tras pronunciar
para mí el fragmento, hizo que el muchacho, ciego de ira en su ataque,
tropezara con una piedra y diera con sus morros en el suelo. Ese texto dice: “En
sus ojos, modestamente entornados, parecía arder una luz que se transparentaba
al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro
de un encanto suave, que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía,
agitando allí sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de
sombras de deseos indefinible.”
Cuando el tiempo pasó y me hice mayor, todas aquellas
fantasías de chico movidas por la lectura desaparecieron y con ellas el
recuerdo de aquel escrito y de aquella estatua de granito que aparecía en él.
Pero en un viaje que hice a Toledo el año pasado para visitar algunos templos
de la ciudad, vino de repente a mi memoria la mujer de piedra de que habla
Bécquer en su bella narración. Al momento pensé que muy bien podría hallarse la
estatua en alguna iglesia de Toledo, si bien el escritor sevillano solamente
apunta en su escrito que el lugar de su interesante hallazgo es “cierta antigua
población castellana”. Pero como sabía que Bécquer siempre había sentido una
admiración ilimitada por Toledo y que había residido en esa ciudad castellana
en varias circunstancias críticas de su vida, quise pensar que la mujer de
piedra debía encontrarse en algún ábside de alguna iglesia toledana. Y nada más
llegar a la ciudad, acompañado de un plano con todos los templos toledanos reseñados
en él, empecé mis indagaciones. Sin embargo, debo decir que durante día y medio
recorrí la casi totalidad de iglesias toledanas sin dar con la estatua de
granito. Desazonado, bajé al comedor del hotel donde se alojaba la expedición
para, sin apenas apetito, encarar el plato que tenía delante. Entre los comensales
que ocupaban mi mesa había un viejo profesor, callado y discreto, que al verme cariacontecido
me preguntó qué me pasaba. Le conté mi caso y, por esos avatares del destino,
descubrí que era un estudioso de la vida y obra de Bécquer y hasta había
publicado varios artículos sobre el autor posromántico.
--Mi querido amigo—dijo tras sonreír dulcemente--.
Debe saber que Gustavo Adolfo Bécquer era un incorregible fantaseador y un
poeta de imaginación desbordante y que, como otras cosas presentes en sus
narraciones, cartas, artículos y leyendas, la famosa mujer de piedra de ese
relato al que usted se refiere nunca existió salvo en la mente del poeta, lo
mismo que aquella estatua de mujer yacente sobre su sepulcro que aparece en una
de sus Rimas, la que empieza “En la imponente nave / del templo bizantino, / vi
la gótica tumba, a la indecisa / luz que temblaba en los pintados vidrios…” Es
verdad que muchos admiradores han buscado como usted y como yo mismo durante
una etapa determinada de mi vida esas mujeres por las ciudades que visitó
Bécquer en sus innumerables viajes con el ánimo de encontrarlas alguna vez y
rendir homenaje al poeta a través de esas estatuas. Y, claro, jamás daban con
esos portentos hijos de la poesía y la imaginación y supongo que sufrirían la
misma desazón que usted y que yo en mis años mozos. Sin embargo, y para que no
le inunde del todo la decepción, debo aclararle que existe de verdad un caso
aquí en Toledo de una de esas damas de piedra de las que habla Bécquer en sus
encantadoras narraciones. Me refiero a la estatua orante que aparece en su
leyenda toledana titulada El beso, en
la que, como ya debe de saber usted, mi querido amigo, cuando el arrogante oficial
francés de la historia acerca sus labios a los de la dama, la estatua del
caballero que hay al lado, que no es otra que la de su esposo, le propina una
bofetada con uno de sus guanteletes de piedra tan descomunal que le destroza el
rostro y da con él en tierra, donde queda muerto.
La explicación del viejo profesor no desvaneció un
ápice la decepción que me embargaba, aunque se lo agradecí de buen grado. Acabó
el viaje y, como recuerdo de aquella estancia en Toledo, apunté en uno de los
márgenes del anuncio del hotel el número del teléfono del viejo profesor. Pasó
el tiempo y cuando ya me había olvidado de todo aquel asunto de la estatua de
granito y del viaje a Toledo en su busca, descubrí un día entre las
ilustraciones de un libro de Arte una imagen de piedra parecida a la que
describe Bécquer en su narración. La misma inclinación de ojos, la misma
sonrisa, los pliegues de su vestido de piedra… Leí el pie de la ilustración:
“Narciso Tomé. Trasaltar mayor de la catedral de Toledo (España)”
Instintivamente busqué en mi despacho los apuntes de entonces y para mi alegría
entre ellos estaba el anuncio del hotel y el teléfono del profesor. Marqué el
número ansiosamente y cuando me contestaron al otro lado de la línea me deshice
en palabras contando lo que acababa de ver en el libro de Arte, hasta que la
voz me interrumpió delicadamente para decirme: “Si pregunta por el profesor
Velázquez debo decirle, señor, que desgraciadamente murió hace un par de años.”
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