EL CICLISTA QUE NO EXISTÍA
Una de aquellas mañanas de verano, en que el ciclista
solitario salió a dar su vuelta acostumbrada por los alrededores de la
población donde pasaba el mayor tiempo de su vida después de jubilarse, al
pasar por el estanque de los nenúfares y los patos, sintió un fuerte retortijón
en el vientre. Sin duda su vicio de desayunar deprisa y corriendo para
aprovechar las horas menos calientes del día se había propuesto jugarle una
mala pasada. Aún así, no hizo mucho caso al retortijón y, tras dedicar una
amable mirada al espejo glauco del estanque, siguió pedaleando por el sendero
que lo bordea hasta salir al camino paralelo al río, ahora seco por los rigores
del verano.
Pero al entrar en la pineda de la ruta, volvió a sentir el retortijón,
ahora más agudo que el de antes. Y sintió que ya no podía seguir dando un
pedaleo más. La urgencia era inevitable. Se apeó de la bici y se internó en los
pinares hasta una zona invisible a cuantas personas pasaran por el camino del
bosque. Apoyó la máquina amiga sobre el agrietado tronco de un pino y, con
movimientos rápidos pues veía que no iba a tener tiempo de prepararse, primero
se quitó el casco de la cabeza y luego se despojó del maillot con cuidado de
que no se cayeran al suelo ni el móvil que siempre llevaba con él por si le
ocurría algún percance ni las llaves de casa y lo colgó del sillín. Acto
seguido se apartó unos metros mientras se bajaba los tirantes del culotte y se
acuclilló. Y entonces descubrió algo que le quitó la respiración. Bueno, lo de
la respiración es un decir porque al ir a palparse el pecho notó desolado que
ni tenía pecho ni tenía mano para palpárselo. Sin embargo, se apercibió de que
al menos seguía poseyendo ojos pues delante de él estaba el bosque y a unos
metros permanecía en pie la bici apoyada en el tronco de un grueso pino. En
aquella rápida exploración visual enseguida descubrió los tirantes negros del
culotte colgando a los lados, pero ni rastro de sus rodillas ni de sus pies,
donde se supone que estaba apoyado él o lo que quedaba de él. Una angustia sin
calificativos empezó a apoderarse de su mente, de la que, al parecer, seguía
disponiendo, si bien no podía comprobarlo físicamente porque no tenía medios
para hacerlo. Por otra parte, los retortijones y la necesidad de evacuar habían
desparecido repentinamente, lo que le pareció normal: al fin y al cabo su
cuerpo se había esfumado en el aire. ¿Normal? Y entonces ¿qué dios cruel y travieso
había permitido que siguiera disponiendo del sentido de la vista y de las
funciones de la mente? Con estos dos instrumentos no podía hacer las
operaciones más sencillas y cotidianas, como subir a la bici y pedalear hasta
casa, ni siquiera llamar por teléfono en busca de ayuda. Pero algo había que
hacer. No podía renunciar a ser un culotte con los tirantes caídos en medio del
bosque. ¿Qué pensaría la persona que, perdida por allí, se tropezara con él?
¡Hombre, al ver la bici y el maillot colgado del sillín, la sorpresa sería
mayúscula! Tendría que sospechar que el ciclista dueño de la bici no estaría
muy lejos de allí y se preguntaría estupefacto qué andaría haciendo desnudo en
aquellos parajes.
Al ciclista pensar en cosas así le aumentó la angustia
inicial. Miraba a todas partes, al camino al otro lado del pinar, por si venía
alguien a quien acudir en busca de ayuda. A veces en su ruta diaria se cruza
con otros ciclistas, con parejas de viandantes, con algún que otro deportista
corriendo solo, o con personas que sacan a sus perros a pasear y que acaban, en
la mayoría de los casos adornando con sus excrementos los caminos sin que sus
amos saquen a relucir un solo gesto cívico…
Tampoco se tomaba un momento de respiro la mente, que
de pronto pensó en la idea de ponerse de pie. Y pensado y hecho. Con sorpresa los
ojos del ciclista vieron que podía hacer cosas impensables para entonces, como
subirse el culotte y colocarse adecuadamente los tirantes en los hombros. ¡Y
todo sin manos! Animado por el éxito, dio unos pasos sin pies hacia el pino
donde estaba apoyada la bici, descolgó del sillín el maillot y se lo puso con
una destreza insuperable, lo mismo que el casco protector de la cabeza. Ya no
había necesidad de usar el móvil para llamar a casa pidiendo ayuda si, como
esperaba, podía volver a ella montado en su propia bici?
Sólo había una cosa que le preocupaba. Lo raro que
sería ver a un ciclista sin brazos y sin piernas montado en una bicicleta.
Claro que el casco, el maillot y el culotte podían dar el pego. Lo malo
llegaría al cruzarse con alguna vecina en el portal del edificio. La cara que
pondría al ver una llave entrar sola en la cerradura. Y lo peor sería cuando,
al saludarla, ella viera que bajo el casco sólo había un par de ojos mirándola.
No quería ni pensarlo mientras pedaleando se acercaba a las primeras casas del
pueblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario