18.
Por la escalinata del Hotel Arabia salvamos el
desnivel que nos separa de la zona donde nos espera el autobús para regresar a
Teruel y acabar el recorrido propuesto por la agencia de viajes, es decir, el
mudéjar de Teruel, la historia del Torico y el modernismo de la curiosa plaza,
y, finalmente, como broche de oro, el Mausoleo de los Amantes.
Durante el regreso a Teruel, medio adormilado por la
comida, abro el Kindle por Teatro y, entre los títulos contenidos en este apartado, elijo Los amantes de Teruel (que no se
le ocurra a nadie decir delante de un turolense la parte final del dicho:
“Tonta ella, tonto él”, si no quiere encontrarse con una gorda, y eso que he
visto poca gente en España tan cordial y amable como la de esta tierra). He releído el primer acto, que transcurre todo él en Valencia,
donde está preso el cristiano Ramiro (en realidad, Diego Marsilla, uno de los
héroes del famoso drama romántico y de la trágica historia o leyenda) y que al
final es liberado por Zalima, la mora que lo tiene cautivo. Y ya en el segundo
acto, desarrollado en Teruel como el resto de la obra, releo las palabras que
mantienen Isabel de Segura, la segunda heroína de la historia, y su madre doña
Margarita sobre el amor verdadero, las obligaciones de los hijos respecto a los
padres en cuanto a contraer matrimonio y la boda final de la joven con el conde
de Zagra en caso de que Diego, su amado desde que ambos eran niños, no llegue a
tiempo para casarse con ella, tal como habían previsto. Poco más puedo leer,
los ojos se me cierran y dentro de poco estaremos en Teruel.
19.
Hace un rato que ha acabado la última visita guiada de
Teruel. Ahora, mientras la luz bulliciosa del día se toma un respiro en la
plaza del Torico antes de desvanecerse para dar paso a la quietud y el silencio
de la noche, estamos sentados en la terraza de un bar de la plaza, frente a La Madrileña , maravilla modernista
de Monguió, que se levanta a unos pasos de su hermana de 1912, cuya máxima curiosidad es
la intrusión neomudéjar de la cúpula mirador del tejado, y
a unos pasos del Torico, empinado en su inmutable y señera columna fuente de
cuatro caños. Mientras tomamos unas cervezas, intento asimilar las emociones
vividas durante este último recorrido artístico por la ciudad del toro y el
amor.
Primero, el mundo árabe de las torres gemelas del
Salvador y San Martín, con su leyenda de amor correspondiente (no podía ser de
otro modo en esta ciudad romántica), y el consiguiente suicidio de unos de los
alarifes aspirantes a la mano de la bella Zoraida, que, tras conocer que el
padre de la joven ha preferido al arquitecto de la torre del Salvador, se arroja
desde lo alto de su bella creación mudéjar. Después el símbolo floral de las
fachadas de las dos casas modernistas de Monguió de la plaza del Torico y las
decoraciones significativas (algo así como la firma del arquitecto) del hierro
forjado de los balcones, la más atractiva de las cuales la de la metamorfosis
de la mariposa que ahora vuelvo a ver en los de La Madrileña , entre sorbo y
sorbo de cerveza y mientras la luz de la tarde se va entre las altas astas del
minúsculo morlaco de la fuente. Y especialmente, el momento pasado en el
mausoleo de los Amantes, edificio situado en la plaza del mismo nombre y
adosado a San Pedro, otra de las joyas mudéjares de la ciudad. Ante la imagen
de los sepulcros de los infelices enamorados, hemos recordado la leyenda de
Diego de Mansilla e Isabel de Segura, y su trágica historia de amor, que
Hartzebusch recreó en su drama romántico y que el escultor Juan de Ávalos
eternizó para siempre en las dos estatuas de mármol que coronan sus tumbas y
que se dan la mano en la muerte (mano de amor que en vida no pudieron).
Tercer día
20.
Día de retorno, día agridulce en suma porque, si bien
volvemos a la rutina diaria y tenemos que irnos despidiendo de esta visita
relámpago a Teruel, aún nos quedan algunas horas que pasar en estas tierras.
Hasta después de comer, en que el autobús saldrá del Hotel para llevarnos, ya
de camino de regreso a un secadero de jamones, que por aquí son muy abundantes,
tenemos tiempo de descubrir nuevos rincones de la ciudad del toro y el amor. Y
así, después de desayunar, iniciamos nuestro recorrido en La Escalinata. Ésta desciende
majestuosamente hasta la explanada de la Estación de ferrocarril portando detalles de
cerámica, faroles y forjados modernistas y reservando en su primer rellano la
primera sorpresa de la mañana: el altorrelieve de blanco mármol de la escena
del beso que recibe de Isabel de Segura Diego de Marsilla en su lecho de
muerte, poco antes de caer muerta ella misma.
Ya abajo, en la explanada de la estación de
ferrocarril, damos una vuelta por ésta, que parece detenida en el tiempo
mientras el reloj del vestíbulo lo pauta imperturbablemente. Por el camino de
la Estación salimos de la zona y nos internamos en la calle de San Francisco,
situada a los pies de la ciudad. Un poco más adelante, nos aguarda en una plaza
silenciosa, donde sólo habla el agua de una fuente que sale por caños con caras
humanas, el convento del mismo nombre que al parecer fundaron dos discípulos
del santo, que luego fueron martirizados por los musulmanes en Valencia para
ser, finalmente, trasladados sus restos al convento, donde fueron venerados.
Producto de esta veneración es el levantamiento de la iglesia contigua, un
prodigio gótico que cuenta en la fachada principal con un excelente rosetón y
una puerta de arco apuntado con arquivoltas. Seis ventanas ojivales con
espléndidas vidrieras que parecen auténticas, aunque son del siglo XX, se abren
en un lateral entre austeros contrafuertes.
Antes de dejar atrás la plaza y enfilar la Cuesta de
la Andaquilla, decimos adiós al severo palacio renacentista de los condes de
Parcent, que parece un tanto abandonado. Por la empinada rampa entramos en la
ciudad por el torreón de San Martín, en cuyo interior leemos en un letrero que
por aquí pasó Diego de Marsilla de su vuelta a Teruel con la intención de
reunirse con su amada, aunque ya ésta se había casado con Rodrigo de Azagra por
haber expirado el plazo que se habían dado los dos jóvenes enamorados. Desde el
arco divisamos la bella torre mudéjar de San Martín, que se encuentra en la
plaza de la Biblioteca Pública y el Seminario Conciliar que, por falta de
vocación eclesiástica, hoy se ha convertido en hostal y residencia de ancianos,
según me dice el joven que está en recepción.
Por la calle de Yagüe de Salas llegamos a la plaza de Cristo
Rey, donde se hallan los conventos de Santa Clara y las Carmelitas, este último
convertido hoy en un colegio infantil. Sobrecoge en el silencio de la plaza la
Piedad que hay delante de Santa Clara. Finalmente, por la solitaria Calle de
Santa Teresa, descubrimos, en un patio que parece de otro tiempo, el pequeño
convento del mismo nombre.
21.
Ahora sí que, subidos al autobús, iniciamos la vuelta
a casa. En la autovía de Zaragoza, camino del secadero de jamones (¿para qué
ahora esta visita?), caigo en la cuenta de que Teruel ya no está, que empieza a
ser alimento de la memoria, el recuerdo de un bonito viaje, que comenzó el
pasado domingo y cuyos hitos principales, descontando la primera parada en
Mequinenza, han sido Alcañiz, Albarracín y especialmente Teruel.
Y para que no se borre demasiado pronto el recuerdo de
la estancia en la ciudad de los amantes, abro de nuevo el Kindle y me refugio
en el drama romántico de Hartzenbusch.
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