Segundo día
14.
Tras desayunar en el Hotel, esperamos al autobús que
nos llevará a Albarracín. Haciendo tiempo, examinamos La Escalinata , que imita
en muchos detalles el espíritu del mudéjar y que se construyó para servir de
bello cordón umbilical entre el centro histórico de Teruel y la zona de la Estación de ferrocarril y
el Instituto de Enseñanza Secundaria. Desde
su alto pretil se disfruta de una vista excepcional limitada por la arboleda
que acompaña al Turia en su camino hacia Valencia, tras nacer en la vecina
sierra de Albarracín, hacia donde nos iremos cuando llegue el autobús.
Ya en marcha hacia la famosa población monumental,
vemos a lo lejos, delante del autobús, la violácea silueta inconfundible de la
sierra. Nos adelanta la guía que Albarracín se encuentra a una media hora de
viaje y, mientras llegamos, leo en el librito de Teruel algunas notas sobre el
pueblo declarado Conjunto Histórico en 1961 (ya Azorín dijo de él que era uno
de los pueblos más bonitos de España). Sus empinadas y estrechas calles, de
trazado musulmán, sus fachadas rojas, sus casas colgadas, sus celosías y aleros
de madera, sus elaboradas rejerías… acentúan el apetito que ya traía de meterme
por sus calles, respirar el aire sano de la sierra circundante y empaparme la
mirada de belleza y el corazón de emociones.
15.
La serpiente gris, rectísima en sus primeros
kilómetros desde que salimos de Teruel, empieza a encorvarse en las primeras
estribaciones de la sierra y a subir penosamente entre chopos y pinos, mientras
deja a la izquierda los primeros meandros del Guadalaviar, que tiene su
nacimiento en los neveros de la sierra, junto con otros ríos como el Turia o el
Tajo. El autobús se abre paso entre tomillares, abetos y la carne pétrea de las
caprichosas rocas que ascienden a la vez, algunas de ellas horadadas por cuevas
con connotaciones bélicas y otras coronadas por castillos y fortificaciones en
ruinas, ahora pobres vestigios de la contradictoria historia de nuestro país,
de profundos sentimientos cainitas.
La carretera se alisa levemente y aparecen a los lados
huertas, albergues, tímidos pueblecitos y… allá enfrente, trepando por la
montaña, sus casas agarradas a la roca, aparece Albarracín, con su silueta
inconfundible (murallas con la dentadura perfecta, la Catedral , el Castillo…).
16.
Cuando nos apeamos del autobús, nos enteramos de que
Albarracín se halla en fiestas y que de un momento a otro comenzará el encierro
de toros. En efecto, al momento suenan los estampidos de los cohetes que
anuncian el comienzo del encierro, que tendrá lugar a lo largo de la calle
central del pueblo y acabará en la plaza del Ayuntamiento, convertida al efecto
en un coso taurino. Ante tal circunstancia, el recorrido preparado para visitar
las calles principales del pueblo queda momentáneamente suspendido, y como
solución alternativa se nos ofrece ir subiendo por el pie de las rocas,
bordeando la población.
La vista de las casas colgadas y el perfil que
forman la Catedral y el Castillo,
así como la de la escarpada sierra y el verde y frondoso valle, no deja de ser
admirable. Sin embargo, la idea de perdernos la vistosidad del encierro nos
come por dentro. De modo que hablamos con la guía de nuestro deseo y quedamos
con ella en irnos por nuestro lado y volvernos a juntar con el grupo a la hora
de comer en el Hotel Albarracín.
Dicho y hecho. Por la primera rampa desembocamos en un
lateral de la plaza del Ayuntamiento. Allí nos encontramos con las primeras
trancas de madera. Nos asomamos y lo primero que vemos es un par de toreros
pertrechados de capotes y estoques apoyados sobre las maderas. Efectivamente,
hemos llegado a un improvisado coso taurino, con arena en el suelo, barreras
alrededor del perímetro de la plaza, tendidos improvisados aquí y allá, bajo
los balcones del Ayuntamiento y arrimados a las fachadas de las casas que
forman ángulo con él y en cuyos balcones se asoma una gente alegre y dispuesta
a divertirse; cierra el cuadrado un tablado en alto donde la banda del pueblo
toca pasodobles sin parar, mientras en el cielo azul estallan los cohetes entre
estruendosos estampidos y navega por el aire el típico olor a pólvora de los
festejos. Hablamos con un hombre de la barrera sobre cómo acceder a uno de los
graderíos, cuando en un ángulo de la plaza aparecen dos cabestros que se
encargarán de traer hasta la plaza los novillos que faltan por torear.
El
hombre nos indica la manera más “fácil” de acercarnos al tendido del
Ayuntamiento: entrar en el coso entre los barrotes de madera y trepar por ellos
hasta alcanzar el hueco deseado, entre más gente que saca fotos, fuma sin parar
y vocea a los toreadores del ruedo que esperan a que los mansos traigan al
siguiente novillo. Hay en el coso un cámara de la televisión de Teruel y un
locutor con el micrófono en la mano haciendo entrevistas a los circunstantes.
Viene a acompañarnos un grupo de jóvenes con la camiseta de Brigada Turno las 6
(huelga el comentario) mientras llega el novillo a la plaza y es toreado por
varios toreros durante un buen rato, hasta que un encargado de la fiesta manda
guardarlo en el chiquero improvisado que hay en el ángulo de la plaza, junto al
Ayuntamiento. Son las once y media de la mañana cuando la banda, mediante un
putpurri de conocidas canciones, anuncia el último acto de la fiesta taurina:
una vaquilla negra entra en el coso y los chiquillos del pueblo, los más
pequeños, acompañados de sus padres, se pelean por darle unos cuantos lances a
la vaquilla.
Es hora de dejar nuestro privilegiado observatorio
para dar una vuelta al pueblo, ahora que parece que la tranquilidad ha vuelto a
las calles, si bien siguen sonando los cohetes y no ha cesado el bullicio de la
fiesta.
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