domingo, 16 de enero de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO


Dos libros míos (y 2)


El segundo libro es una novela familiar y nostálgica, Una carta de amor bajo la lluvia, una personal visión de la vida en una capital de provincia de la posguerra, donde el mundo de la infancia y primera adolescencia está pintado con pinceladas realistas y ensoñadoras propias de un niño que fue testigo de una España franquista que luchaba por salir adelante entre el miedo y la pobreza. La novela consta de once capítulos, cuyos títulos son: El río, Llaves y boñigas, Dos montones de piedras, Silbidos de balas, Perros y gatos, El desván, El premio, La piedra Lupe, España Una, Una carta de amor bajo la lluvia y La muerte de Antolín.

En una entrada anterior incluí un fragmento perteneciente al primer capítulo de la novela, El río. Hoy copio el principio del segundo.



Llaves y boñigas

Tampoco era nada mi barrio sin los bautizos y los entierros, muestras inequívocas de las presencias inexorables de la vida y la muerte. En el entierro del señor Alfonso, presidido por el cura del barrio (paradojas de la vida y de la muerte) apareció, como era habitual en esos tristes acontecimientos Gabino, el inocente, que con su voz gangosa y frase proverbial parodiaba inconscientemente algún canto litúrgico con la que él con toda la mejor intención del mundo despedía al recién fallecido. Su frase era “Recuncojoniam a vibummmm veniteee adoreemus” o algo parecido. El inocente andaba medio corriendo, ligeramente encorvado, y vestía indefectiblemente un mono azul de color desvaído ya fuera verano o crudo invierno. Daba el pésame a todos cuantos encontraba a su paso sin mirarles a los ojos y profiriendo una palabra ininteligible desaparecía del duelo.
En el buen tiempo, vestido con su eterno mono azul, solíamos ver a Gabino en la orilla del río practicando su operación favorita. Arrodillado junto a los tajos que empleaban las mujeres para lavar la ropa, cogía con una mano un montón de guijarros pulidos por el agua y los dejaba caer sobre la palma de la otra mano. Y, mientras, soplaba a los cantos. Y así centenas de veces. Nosotros nos acercábamos con cuidado a unos metros, pero Gabino siempre notaba antes de tiempo nuestra presencia y salía trotando. No sé por qué nos tenía miedo a los chicos. Seguramente porque en nuestra constante inconsciencia sólo buscábamos divertirnos a costa de cualquier cosa que nos hiciera reír y ahí entraba hasta la desgracia ajena, supongo.
Los mayores nos decían que Gabino buscaba entre los guijarros del río duros de plata del rey Alfonso XIII porque, siempre según ellos, el padre del inocente se había encontrado una de esas monedas hacía mucho tiempo.
Junto con Gabino, era objeto de nuestras observaciones y seguimientos la tía Emiliana, una mujer que vivía sola en la calle del Sol, a espaldas de la iglesia. La pobre tenía el juicio trastocado desde que en la guerra que acababa de terminar hubiera muerto su marido. Desde entonces su vida diaria se había convertido en un rosario de acciones rituales de lo más misteriosas para nosotros. Una de ellas era arrojar a la calle desde el balcón de su casa nada más levantarse un cubo lleno de agua. La siguiente consistía en dejar una piedra detrás de la puerta de la escuela. Claro que enseguida desaparecía porque alguno de nosotros la escondía en otra parte. Hasta la vez que la tía Emiliana vio al interfecto coger su piedra. Sin mediar palabra, se fue hasta el chico y le arreó un sopapo de los que hacen época (Sopapo le llamamos desde entonces), le arrancó la piedra de las manos y la volvió a dejar detrás de la puerta. Finalmente, a la tía Emiliana le gustaba llevar siempre colgada al cuello una llave de hierro (según mi madre, esa llave perteneció a una casa que tenía el matrimonio en Villaralbo del Vino antes de que se declarara la guerra y que quizá en memoria de eso no se separaba de ella), llave que besaba hasta tres veces en la fuente mientras se llenaba su cántaro.
Pero lo que más nos hechizaba de la tía Emiliana (cosas de críos, sin duda), era seguirla hasta el pretil del río cuando las circunstancias empujaban a la buena mujer hasta la yerbera para aliviar sus más urgentes necesidades. Y mientras ella bajaba las escalerillas de hierro para arrimarse al pie del pretil, nosotros nos acercábamos por la carretera hasta el borde y allí nos asomábamos para verla. Aunque no veíamos absolutamente nada desde arriba porque la tía Emiliana se ponía los manteos por encima de la cabeza y todo el cuerpo quedaba oculto a nuestras curiosas miradas infantiles.

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