martes, 11 de enero de 2011

PROSAS DE ANTAÑO


Una aventura corriente


1. La librería


El profesor había empezado su oficio como docente en un Colegio de la Obra del Vallés, y en él se quemó las pestañas y dilapidó media vida intentando hacer comprender que el idioma es, como dijo Unamuno, la sangre de nuestro espíritu y queriendo enseñar a quien no quiere aprender. Hasta que los jerifaltes que regentaban el Colegio decidieron sanear económicamente la empresa y prescindieron de sus servicios. Desde entonces empezó a sufrir pequeñas crisis de ansiedad y a recurrir a medicamentos tan contundentes y drásticos como el diazepán, el trankimacín o el dumirox para poder dormir algo por las noches a cambio de andar como un zombi por el día. Y como no hay un mal sin otro, se vio obligado a internar a su padre en un geriátrico por culpa del Alzheimer, que se acentuó a la muerte de su esposa. Cada vez que iba a verlo, el padre se deshacía en un mar de lágrimas y se agarraba a él pidiéndole que lo sacara de allí. De nada servía que el hijo le recordara cosas de cuando su padre era más joven, de sus amigos, de sus aventuras amorosas, de su boda, de su mujer...; pero cuando llegaba a este punto, el pobre anciano se echaba a llorar como una Magdalena y volvía a abrazarse a su hijo y a pedirle que lo sacara de aquella especie de cripta en que se encontraba.
Con el dinero que le dieron los de la Obra consiguió hacerse con el traspaso de una librería. Y, entre libros y recuerdos de otros tiempos, cambió de vida.
Un día se presentó en la tienda un hombre joven para decirle que su tío acababa de morir y no sabía qué hacer con la biblioteca que le había dejado; y que por un precio razonable se la vendería. Fácilmente el profesor llegó a un acuerdo con el joven porque hizo cuentas y los libros le salían a precio del kilo de papel reciclable.
Al día siguiente le llegaron unas cajas de cartón de considerable tamaño llenas de libros. Como era viernes, decidió pasarse el fin de semana revisando el contenido de las cajas y ordenándolo, si el tiempo lo permitía. Al final sólo pudo examinar y ordenar en los estantes los libros de dos cajas. El balance fue muy positivo. Casi una cincuentena de volúmenes pertenecían a la literatura española del Siglo de Oro; y entre los demás examinados había contado hasta veinte libros sobre ocultismo y artes mágicas, una docena de historia del arte, otra de la música, la enciclopedia Gassó completa, un par de docenas de libros sobre cocina clásica, casi cien ejemplares de la colección Austral, otros tantos de la antigua Bruguera y un cuaderno manuscrito con pastas duras forradas de tela. Ya no pudo ni echarle a este último la menor ojeada. Hacia las doce de la noche del domingo, rendido y con un agudo dolor de ojos, se acostó en la cama de la trastienda.
El lunes lo despertaron unos golpes en la puerta de la librería. Era el joven que le había vendido los libros. Ya se le había olvidado que habían quedado ese día para satisfacer el pago. Se excusó, pero el joven, al enterarse de que aún no había acabado de revisar la "mercancía" (ésa fue la palabra que empleó), lo disculpó amablemente y le dio dos días más para que lo hiciera. Él le dijo que de ninguna manera y, pensando que ya lo examinado valía el precio fijado y mucho más, fue a la caja, sacó el dinero y le pagó. El joven le dio un recibo firmado y, deseándole que sacara el máximo beneficio de lo adquirido, se despidió no sin antes entregarle una tarjeta por si quería consultarle alguna cosa sobre la compra.
Luego escribió una nota que decía Vuelvo en quince minutos, la pegó en el escaparate y, cogiendo el manuscrito, cerró la tienda y acudió a donde había dejado el viernes aparcado el coche. En casa, se duchó, desayunó algo más de la cuenta porque llevaba sin comer cuarenta y ocho horas y se vistió con ropa cómoda. Como sabía que los lunes hay poca actividad mercantil, se quedó hasta casi el mediodía leyendo el manuscrito. Le faltaba alguna página porque empezaba bruscamente.



"...y localicé en ella la dirección del lugar donde iba a celebrarse la Cena Literaria. Estaba en el casco antiguo, muy cerca de la Catedral y del Palacio de los Duques. En tiempos de estudiante había recorrido ese sector una docena de veces, pero la dirección que parecía en la invitación a la cena no me sonaba absolutamente de nada. Sin embargo no le concedí demasiada importancia al hecho. En cuanto al pasaje del Quijote con asunto gastronómico, dudé entre escoger el de las Bodas de Camacho, el de la discusión sobre la comida que mantiene Sancho, Gobernador de la Ínsula, con el médico Recio, y el de la primera página de la obra inmortal, que habla, entre otras cosas, de la habitual comida del hidalgo.

Al final elegí esta última. Me puso al ordenador y, con el libro de Cervantes abierto por la primera página del primer capítulo, me pasé la tarde inventando un pequeño relato fantástico sobre los platos y viandas que allí se citan, incluyéndome a mí mismo como personaje para servir de hilo conductor del relato. Ni por un momento pensé en la Cena; de modo que, tras varias correcciones efectuadas en el escrito, imprimí el texto resultante.
Cuando miré el reloj vi que eran casi ya las nueve de la noche. Fuera el viento azotaba los cristales de la ventana, y la gente que pasaba por la calle caminaba arrebujada en sus ropas de abrigo. Me arreglé adecuadamente y salí de casa dispuesto a vivir una gran aventura.
El tiempo se me pasó volando, primero en el viaje hasta la ciudad y luego buscando la calle de la Luna en aquel sector que conocía tan bien o que me parecía conocer; así que eran pasadas ya las diez y media de la noche, cuando acerté por fin con el lugar que se mencionaba en la invitación. Curiosamente el número 7 lo ocupaba una casa nueva y moderna, que contrastaba ostensiblemente con el marco antiguo que la rodeaba.
En la puerta estaban esperando ya otras tres personas, dos hombres y una mujer. Como hacía frío todas ellas iban embozadas en gruesas ropas de abrigo y pateaban sobre el empedrado de la calle sin duda para entrar en calor. Me acerqué a ellas y les di las buenas noches. Me contestaron mirándome a la cara y sonriendo. Al parecer ellos me reconocieron a mí pero yo no a ellos. Eso empezó a mosquearme, pero como ya queda dicho que la aventura forma parte de mi personalidad, el mosqueo no fue a mayores, por lo menos en aquel momento. Seguramente el tiempo había efectuado sobre aquellos personajes un efecto más desfigurador que sobre mi persona."

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