miércoles, 19 de enero de 2011

PROSAS DE ANTAÑO

Una aventura corriente


2. El manuscrito




Aquí se interrumpía para dar paso a dos páginas llenas de borrones que hacían ininteligible el texto. El profesor dejó el cuaderno para llamar al geriátrico por si había alguna novedad sobre su padre, y la cuidadora que se había puesto al teléfono le dijo que había pasado muy mala noche y que le habían tenido que aumentar la dosis del calmante. El profesor le recordó que, si algo le pasaba a su padre por culpa de los sedantes, se las verían con él. La cuidadora le pasó a la directora del geriátrico, la cual, visiblemente enfadada, le dijo que, si no estaba de acuerdo con las medidas que adoptaban en el centro, que ya podía ir pensando en sacar a su padre de la residencia. El profesor quedó en pasar por allí al final de la tarde. Y colgó. Se quedó preocupado con lo de su padre y ya no se atrevió a seguir leyendo el manuscrito. Cogió el coche y atravesó el pueblo para acercarse a la librería.
En lo que quedaba de mañana sólo entró un cliente que venía buscando un libro de poesía de Claudio Rodríguez y no pudo satisfacerle. Apuntó en la hoja de nuevos pedidos el título del libro, Poemas laterales, y luego se fue a comer al restaurante más cercano. Allí se encontró casualmente a una antigua novia de la Universidad (a decir verdad, tuvo varias que más bien fueron ligues) y al decirle que regentaba una librería a poca distancia de allí, la muchacha se empeñó en visitar la tienda y ver cómo vivía su antiguo novio. Resultó que la visita se convirtió en un polvo de los sonados. Y luego, si te he visto no me acuerdo. Eso era lo que él pensaba de los compromisos y las relaciones sentimentales.
Después volvió a colgar el letrero de Vuelvo dentro de quince minutos y se acercó al geriátrico, ubicado en la montaña al norte de la población. Por el camino pensó que era mejor hablar con buenos modales con la gente que cuidaba de su padre. Los precios en los últimos tiempos se habían puesto por las nubes y allí hasta ahora la cosa había ido bien. Además, en cuanto entró en la sala donde estaba el anciano y lo encontró como siempre, se tranquilizó y, aunque al despedirse de él le seguía pidiendo entre llantos que lo sacara de allí, con buenas formas se despidió de las cuidadoras.
De vuelta a la librería, pensó que la vida era una mierda y que lo único que queda de ella es lo que se escribe en los libros. Aún le dio tiempo de abrir otra caja y examinar su contenido antes de cerrar el establecimiento. Aguijoneado por el manuscrito, apenas pudo apreciar los que allí había: un centenar de novelas de autores ingleses y rusos del siglo XIX, la poesía completa de Neruda, veinte o treinta obras de teatro y muchísimos títulos de ensayistas españoles desde la Generación del 98 en adelante. Ya lo vería todo con mayor atención al día siguiente.
Ya en casa, se puso cómodo, cenó una receta baja en calorías y, tras la infusión nocturna a base de manzanilla, menta y un chorro de anís, se sentó en el sillón de la lectura con el manuscrito dispuesto a leer hasta que el sueño lo venciera. Tras las páginas emborronadas, el texto se abría también de modo brusco.


" ...Una música barroca, se extendía por la especie de vestíbulo en que nos encontrábamos, dos de cuyas paredes estaban forradas de cortinajes rojos y la del fondo aparecía cubierta por un gran cuadro de Velázquez con motivos culinarios. No hicimos más que entrar, cuando la puerta de la calle se cerró detrás de nosotros, y el cuadro de Velázquez, que no era otro que el de Cristo en casa de Marta, se abrió en dos partes dando paso a un original y amplísimo ascensor de paredes cubiertas por espejos y donde, para sorpresa de todos, podían caber tres veces más de los que íbamos. Sin despegarnos de la sorpresa que nos habíamos llevado al ver el detalle del cuadro, los cuatro visitantes entramos en tan curioso ascensor. Íbamos mudos y, a la luz generosa que se derramaba sobre nuestras cabezas desde el techo, pude ver mejor a mis compañeros de aventuras. Pero tampoco entonces reconocí a ninguno. Los hombres llevaban bigote y perilla de los tiempos de Cervantes, y la mujer, bellísima y exuberante, portaba un collar y arracadas de oro, así como un peinado que le recordó el de la Infanta María Luisa de Austria que había visto en un cuadro de Velázquez. Cuando el ascensor volvió a cerrar sus puertas y se puso en marcha, ante la expresión preocupada de mis compañeros, les pregunté a bocajarro::
--¿Alguien sabe quién es nuestro anfitrión, el tal Alfarache de la carta? Porque supongo que a todos nos ha mandado la misma nota, ¿no?
Uno de los hombres se encargó de darme una pista:
--¿Has olvidado que nuestro compañero Alfarache escribió la famosa tesis sobre la Gastronomía de los clásicos del Siglo de Oro?
Me quedé igual. En los espejos del ascensor descubrí algo que hasta entonces se me había pasado por alto. Tras nuestros reflejos se podían ver los interiores de varias cocinas y comedores que presentaban diversas mesas provistas de viandas y bebidas. La música, con toda seguridad de Cabezón, una pieza para tecla, arpa y vihuela, enmudeció de repente para dejar oír con claridad la voz de Alfarache, que parecía salir a la vez del fondo de aquellas singulares cocinas del otro lado de los espejos.
-- Sandra, ¿cuántos pescados y cuántos huevos hay en el cuadro del yerno de Pacheco?
La mujer contestó que cuatro pescados y dos huevos.
--Muy bien, Sandra. Y ahora te toca a ti, Contreras, leerme los papeles que has preparado sobre la comida en el Quijote.
Eché mano al bolsillo para buscarlos y no los encontré, y eso que estaba seguro de haberlos metido ahí.
Sonó una carcajada y luego la voz de Alfarache:
--Los encantadores de quienes se quejaba el pobre y loco hidalgo están hoy en mi casa para efectuar su magia sobre ti. ¿Quieres continuar la aventura?
Asentí, y acto seguido la voz me pidió que atravesara el espejo de mi derecha. La cara que se me puso debió de ser extraordinaria porque Alfarache me exigió fe y obediencia. Y antes de pensarlo, me vi en una estancia ahumada y llena de olores a guisos dispares. En el centro me esperaba una especie de espectro de hombre vestido a la antigua, con ropas transparentes y ademanes que se borraban en el aire con el propio movimiento, como una imagen virtual.
--Hola, Contreras—me dijo--. Soy Alfarache. En la mesa que tienes a tu izquierda tienes dispuestos los platos que se citan en la primera página del Quijote y sobre los que tú habías redactado un cuento. Come cuanto quieras. Lo vas a necesitar.
Dijo y desapareció.

No hay comentarios:

Publicar un comentario