lunes, 24 de enero de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Las aceitadas

Todos conservamos con cariño algún sabor de la infancia. El mío es el de las aceitadas, un dulce zamorano que solía hacerse para la Semana Santa. Hablo ahora, ya lo he hecho en otras ocasiones, de este sabroso dulce de mi tierra porque llevamos unos días aquí en casa dedicándonos al arte de la repostería y sólo anteayer encontramos la receta adecuada para que el repostero de la casa, mi hijo mayor, reprodujera de repente, por obra y milagro de sus manos y los ingredientes, aceite de oliva, harina, anises, huevos y algún secretito más que me reservo, aquel olor peculiar que yo de niño percibía nada más entrar en casa.
Las aceitadas han sido motivo de mis poemas y de algún que otro relato antes de que en mi última novela, Una carta de amor bajo la lluvia, introdujera un breve episodio sobre el dulce de mi infancia.


Helo aquí:

"Pero yo ya había probado por mi cuenta las aceitadas. Lo hacía a escondidas, claro. Aprovechaba el momento en que mi madre estaba haciendo algún recado por el barrio o escuchando con las vecinas algún serial radiofónico en la calle, para colarme en casa como un bandido; eso mismo me decía con tono cariñoso mi madre:
--Hijo, entras en casa como un bandido para hacer de las tuyas.
Y las mías eran cosas así, hechas a la buena de Dios, movido por la curiosidad o simplemente imitando alguna aventura que había leído en mis tebeos. La aventura de las aceitadas empezaba, pues, con una distracción de mi madre. Subía las escaleras de madera, me colaba en la sala de en medio y me asomaba por el balcón para ver si había moros en la costa; enseguida entraba en la sala materna y me tendía en el suelo frío frente al baúl que ocultaba los deliciosos dulces. Alargaba la mano por debajo del mueble y recibía un chispazo eléctrico cuando mis yemas acariciaban la cruz abierta de la aceitada. Un aluvión de jugos gástricos me empujaba al instante a rescatarla de su escondrijo. Era como un ritual. En cualquier momento podían oírse en lontananza los inequívocos pasos de mi madre, lontananza que se convertía en inminencia con el crujido de los escalones.
Los pasos de mi madre eran la alarma que indicaba peligro, que el plan A había fallado y había que poner en práctica el B, que consistía, simplemente, en devolver a su sitio la aceitada y salir escapado hacia la sala de los chicos y allí hacer ruido con el plumier de los lápices, arrastrando una silla o dejando caer de su caja unas cuantas canicas (daba lo mismo que fueran de plexi o de cristal), para que la voz de mi madre, con su tono interrogante, diera a entender que lo peor había pasado.
--¿Vas a pintar?—me preguntaba unas veces.
Otras me avisaba:
--Un día te caerás de la silla.
Y otras veces parecía sentenciar:
--Sabes que siempre acabo yo recogiendo los cristalitos de las canicas rotas.
Pero otras veces mi madre aparecía cuando yo ya había dado cuenta de la sabrosa aceitada y su masa harinosa y dulce inundaba toda mi boca. Y la cosa no tenía remedio. Mi madre, que conocía a la perfección mi secreto, decía entonces:
--Responde, hijo, ¿ya estás otra vez con las aceitadas?
Y claro, mi aventura fracasaba casi del todo, y digo casi del todo porque al menos tenía la aceitada en la boca, aunque al verme obligado a contestarle, me atragantaba como otras veces y el dulce bocado salía disparado en todas direcciones. La consecuencia era que la aceitada que me tocaba después de comer, se quedaba en la bandeja de la mesa mientras los demás saboreaban a gusto la suya.
Pero en contra de lo que pueda parecer, yo no escarmentaba, mejor dicho: no quería escarmentar, porque con aquella aventura de la aceitada disfrutaba al límite del placer de los actos solitarios."

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